Otra mañana más. Despiertas en tu cama con más cansancio que consciencia y muchas más lagunas que recuerdos. El sentimiento de culpa y las dudas sobre qué pasó la noche anterior se ocultan tras los restos de maquillaje de tu almohada. Anoche no estabas bien del todo, eso ya lo sabes, por eso querías beberte hasta la última gota de tu gin-tonic. Pensaste que quizás hallarías la solución a tus problemas en el fondo de una copa, como si se tratase de una de esas galletitas chinas en las que lo que importa es el mensaje. Pobre idiota, lo único que has logrado es que las dudas aumenten.
Estás en ese punto en el que salir de la cama parece una odisea. Así que te quedas (craso error). Tu cabeza está a punto de explotar pero no por ello te da tregua. Poco a poco comienzan los flashes… la primera copa que pediste, la persona de sonrisa radiante que te presentó aquel amigo, las risas, los bailes, cómo apagaste el móvil al ver sus llamadas, el largo camino de vuelta, llegar a casa en un coche que no es el habitual… Ahora es cuando recuerdas el miedo que sentiste al comprobar que no te asustaba pensar en una alternativa. Por un momento pensaste que podría gustarte empezar algo nuevo, salir del bucle y recuperar la ilusión. ¿Qué pasa si aún hoy te lo planteas?, ¿tan malo sería?.
Quizás no estarías en esta situación si no fuerais tan idiotas. O quizás la culpa no sea tuya, ni suya. A lo mejor todo viene de atrás, del principio, de vuestro comienzo. Ambos recordáis a la perfección cuáles fueron las palabras. Desde el primer momento levantasteis muros y creasteis barreras infranqueables. Desde entonces nunca dejasteis hueco a la improvisación. Os habéis pasado año reprimiendo abrazos, te quieros y caricias. No podéis vivir el uno sin el otro y; sin embargo, no os soportáis. Os pelearías mil veces ante de admitir cuánto os necesitáis, cómo os duele no ser sólo del otro, tener que fingir que no hay amor y tratar de buscarlo en los brazos de terceras personas.
Pero tú sigues así, amando en silencio y curando lo que rompen los demás. Todo por no reconocer que sí, que no hay persona en el mundo que pueda importarte más, aunque joda. Porque una vez más estás en la cama escribiendo y reescribiendo ese mensaje de despedida que siempre te sugiere la resaca. Un mensaje corto y frío que dice exactamente lo opuesto a otro que escribías justo la noche anterior en plena borrachera y que, al igual que éste, nunca envías. Pero no te cansas. No te cansas de brindar por las dudas ni de dedicarle tu resaca siempre a la misma persona (esa que nunca amanece a tu lado los fines de semana). No te cansas de beber de otras bocas que no son la suya ni de buscar otros labios que sepan pronunciar tu nombre como los suyos. Deja de jugar, que ya no sois niños. Es posible que, por una vez, seas tú quien deba romper las normas del juego.